Sacamos billetes entrecortados y harapientos, como los de un linyera que gana la quiniela y se acuesta sobre ellos. La kiosquera, que lucía un rodete egipcio, levantó el labio superior y frunció la nariz. ¡Ay que dientes aquellos! Aquellos dientes amarronados por la erosión, rocas talladas por un dentista pionero. Si tuviera una escafandra asistiría a más reuniones, ejercitaría más a menudo los prolegómenos de la cópula. Evitamos un contacto mayor, ambas partes, reacias, inmundas, y nos alejamos como excepcionales chacales, disolviendo la acuadrillada merde en nuestras bocas. La ciudad nos circunvalaba, nos resbalaba; nos columpiábamos en bloque golpeando los cimientos al caer. Éramos una turba exitosa, ya que el paso del tiempo no es al cimiento lo que al vino. Claro que albergábamos no pocas virtudes: lentitud... Un antiguo proverbio amarillo, anónimo, pero amarillo, reza: una bala silenciada es mejor verdugo que una lluvia de bombas. Y si aceptamos que el silencio nos remite a Dios, y por analogía, que lo lento se acerca más rápido que lo rápido a la eternidad, no podemos sino soslayar todo ungüento pervertido. Así vivíamos, imbuidos de una barbarie saltarina, inquieta, arrojadiza. No había problema cuando, diseminados por las circunstancias como atrofiadas semillas, germinábamos desde la individualidad, ya que ninguno desconocía lo valioso de actuar como un perro. Éramos perros solitarios, lobos que aullábamos hacia adentro. Y también, éramos gatos, o bien un gaterío, o perros o gaterío, pero nunca gatos y nunca jauría. Durante la noche estrellada, efecto de un golpe en la cabeza de la humanidad, cuando las estrellas de artificio ya asomaban y alguna bomba explotaba en son de paz, la turba desafiaba el vértigo sobre una oruga metálica. Nos ilusionábamos con la muerte. La muerte engendrada en la velocidad. Al bajar, encontramos la putrefacción de un acabado progreso, una desgajada multitud que enfrentaba las partes de su todo. Se trataba de un carnaval de máscaras invisibles, renovado por la redondez de las matemáticas. La turba la integrábamos siete miembros. Cada uno era respecto del otro el espejo de lo que ese otro no era. No nos unía, sin embargo, el ansia de completud. Sólo improvisábamos diversas formas de perturbación. (¿Hay otro motivo para formar una turba?). Al señor X se le antojó un perro caliente. Buscamos por todo el parque de diversiones hasta dar con un bulldog atado a un poste. No había moros en la costa, salvo nosotros (para nada moros, para nada cristianos). El señor X sacó un pañuelo verde y encegueció al perro. Sin perder tiempo, respetando la parsimonia de los semidioses, maullamos un tema de Los Gatos. El bulldog no tardó un compás en girar alocadamente sobre el eje que lo encarcelaba, reaccionando como un verdadero hot dog. Reímos al unísono. De pronto, un vejete, con dos bolsas de canguro debajo de los ojos, nos obligó a escapar (su desplazamiento hemorroidal incrementó nuestras carcajadas hasta la inmoralidad). Como se aproximaba la medianoche, decidimos ir a un bar. El viento nos condujo en la burbuja levitante. La humanidad seguía golpeada, aunque no mostraba signos de dolor. Por el contrario, prefería interpretar las estrellas con sentido poético. Entramos a un bar de buena muerte. A una monada de mónadas las unía la soledad. Pedimos el vino del pueblo (despreciábamos la sidra y el champagne). El taciturno bullicio crecía gradualmente, ocupando un lugar en el espacio. Nuestros cuerpos irradiaban un calor gripal. Los siete permanecíamos en silencio, mirándonos a los ojos, agudos, penetrantes, amigos de nuestra amistad, centelleando la tristeza de sabernos tan miserables como cualquiera. El señor X levantó su copa y propuso un brindis. <<¿Por qué brindamos?>>, preguntamos al unísono. El silencio que sobrevino era más audible que el griterío de una multitud que vitorea en la cancha. El señor X, que no por ser el promotor del brindis conocía el motivo de éste, sorprendió a todos (incluso a sí mismo), diciendo: <>. De pronto, la copa del señor X se escurrió de entre sus dedos, a lo que éste exclamó: <<...¡Por el amor de Dios!>>. Las copas chocaron en lo alto, voluptuosas, conformando un mágico epicentro, que coparía los espacios vacíos y rellenados de un tiempo fluido por un incipiente descenso. Todos coincidimos en que nada había que agregar. Nada. Nada más. El reloj marcó las doce. Nos asomamos por la ventana y miramos al cielo. A pesar del estridente y luminoso festejo, la humanidad seguía golpeada.
Gracias a Diego Ayuste por este aporte.
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